La historia del ser humano es una de guerras, enfrentamientos y violencia, guerras en las que los que se creen fuertes intentan someter a los que son, supuestamente, más débiles. Así, la república romana estuvo en guerra 476 de sus 482 años de existencia; Europa se construyó durante la edad media siguiendo un sistema piramidal gobernado por guerreros, y Federico el Grande, el rey ilustrado por excelencia, discutía de filosofía con Voltaire mientras expandía Prusia a sangre y fuego. Ya lo escribió el gran historiador ateniense Tucídides: “Los fuertes, cuando pueden, hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que deben”.

Pero la civilización humana ha avanzado notablemente desde entonces y en el último siglo han surgido grandes recintos protegidos en los que no es el fuerte el que se impone, sino el peso de los argumentos, el sentido de la justicia y la opinión de los ciudadanos. Así, en estos lugares impera el intelecto, no el kilopondio, la unidad universal de fuerza. Ahí tenemos, por ejemplo, a la Unión Europea, Japón y los países anglosajones. Pero en otras partes del mundo esto no es así, claro está. En muchos lugares sigue imperando la lógica de la fuerza, lo hemos visto en Siria, Afganistán, Mali, Libia y Ucrania.

Por ello debemos tener claro que querer esgrimir­ el intelecto ahí donde impera la fuerza es una ucronía y un error. Si vas a un par­tido­ de rugby pensando que vas a jugar uno de cricket, no ganarás el partido. Si queremos que prevalezca la concordia y la democracia, debemos entender y saber aplicar las leyes
de Newton, que describen la relación entre las fuerzas y el movimiento de los objetos.

Tener capacidad militar significa ser capaz de operar equipamiento tecnológicamente avanzado (a no ser que se opte por la guerra de guerrillas) en forma de aviones de combate, buques de guerra, blindados y armas de precisión. Mantener equipamiento tecnológico requiere tener capacitación tecnológica asentada en una industria. Los países pueden tener ese conocimiento tecnológico o lo pueden alquilar a un tercero. Esto último significa pasar a depender en parte de la voluntad del tercero, ya que, en caso de crisis, el dueño de la tecnología puede detener el mantenimiento de su tecnología y por tanto inutilizarla total o parcialmente.

Querer esgrimir el intelecto ahí donde impera la fuerza es un error

Por ello, las sociedades no solo deben ser conscientes de que para sobrevivir hay que tener kilopondios, sino que deben decidir qué grado de capacitación tecnológica quieren tener. Pueden optar por usar la de terceros, y depender de ellos; desarrollar tecnología propia en todas las áreas, y ser una potencia militar, pero con un coste desorbitado, o bien desarrollar capacitación tecnológica en coordinación con aliados con los que existe un alto grado de confianza y una visión compartida. Al decidir qué curso seguir hay que tener en cuenta cuál es el punto de partida, qué política industrial y tecnológica se quiere seguir y a qué se aspira como país, por ejemplo, como parte de la UE. También será bueno saber que habitualmente las tecnologías militares tienen aplicaciones civiles.

Recordemos esto ahora que hemos mirado a los ojos a Ares, el dios de la guerra, y hemos visto un alma negra. También recordemos las lecciones que nos han impartido nuestros mejores en momentos peores. Por ejemplo, cuando le preguntaron a Marlene Dietrich por qué luchó contra los nazis desde el primer momento, ella, una alemana que ese momento tenía tanto que perder y tan poco que ganar, contestó: “Por decencia”.

Artículo escrito por Marc Murtra en La Vanguardia:¿Ucronía en Ucrania?

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